Domingo.
Dios descansa los domingos.
La gente como uno lo hace también.
Las amas de casa no. Los pobres tampoco.
Me pregunto si a los que venden libros en el parque
les daría lo mismo que fuera lunes.
Hay un pobre tipo que trabaja en un autoservicio chino,
cerca de la casa de unos amigos.
Le decimos “cara de lunes”.
Trabaja todos los días del año.
Doce horas por día.
No usa corbata, usa una soga.
Por si algún día lo sorprende su propio coraje.
Así se mata un espíritu.
Doy por cierto que sí,
a los puesteros del parque les daría lo mismo que fuera lunes;
pero trato de no pensar en eso.
Es un hermoso día y hay que mantener
una mentalidad positiva.
La gente ya se está acostumbrando al calor,
incluso, ya le tiene suficiente confianza
como para regalarle un insulto,
un gemido de fastidio o algún suspiro asfixiado.
No les muerde la memoria.
Es lindo quejarse, parece ser una instancia liberadora.
Da lo mismo. No se hacen multas por hablar de más, por ahora...
... deberían, quizá.
En ciertas circunstancias.
Creo que la memoria es el gran conflicto de todos los tiempos.
La falta de memoria, la incapacidad de desarrollarla.
El estómago vacío.
Quiero decir, cómo es posible que,
mientras la iglesia y todos sus papas y sus fieles
avalaron y participaron de las masacres, los genocidios
y los crímenes más atroces de la humanidad,
el común de la gente tienda a sentir menos simpatía
por los judíos – si no es que los desprecia –,
por esa estúpida generalización de que son tacaños.
Cómo puede ser que el único país
que usó en toda la historia la bomba atómica
– contra civiles, para ser más precisos –
ahora justifique sus invasiones acusando a quienes ataca
de tener una política nuclear agresiva,
cuando éstos no tienen siquiera posibilidades
serias de desarrollarla …
El estómago vacío cuelga
como un péndulo sobre la memoria.
Ésta se dobla,
se tuerce para un lado, para el otro,
y se desgasta.
Me pregunto qué hace un chico
que vive en una villa de emergencia los domingos,
si sabe lo que significa que sea domingo.
La precariedad asesina la imaginación.
No hay mucho para hacer en casa.
La mejor diversión es matar neuronas.
Afuera todo el mundo lo odia.
Tal vez su cabeza le pida una salida.
Quizá, un chico de una villa de emergencia,
un domingo como éste,
está pensando en morir, o en matar… lo que sea más fácil.
Me pregunto quién en esa situación no pensaría lo mismo.
Me saca de quicio no poder fumar
mientras estoy tendido en el pasto.
El viento es como un manotazo a la cara
y hay que apagar el cigarrillo en la tierra,
cosa que no me enorgullece.
Pero es un día hermoso y no hace falta fumar
para darse cuenta de eso y disfrutarlo
plenamente, boca arriba,
con los brazos abiertos hacia el cielo.
Todas las mujeres salen a la calle.
Desfilan de acá para allá, más lejos o más cerca,
y las vibraciones de sus movimientos
dibujan melodías en el aire,
y uno puede descifrarlas y escucharlas en su interior
mientras las va leyendo.
Hacen ostentación de seis largos meses
de tortuosos esfuerzos
y dietas a base de verdura – y poca –,
para ser la chica de la propaganda,
para poder tomarse ese vaso de coca (dietética)
sin miedo a hincharse.
¿Sabrá Coca-Cola que para los empleados del tercer mundo
también existen los domingos?
Creo que no.
Admiro ese talento que tienen las mujeres
para percibir sensaciones.
O sea, cómo hace ella para saber que entro en pánico
cada vez que le hablo. Cualquiera sea la explicación,
me pongo los anteojos de vuelta.
Quiero fumar, pero no lo hago.
Me quedo inanimado observando.
Las personas son verdes ahora y yo me deslicé
hacia fuera del cuadro.
No veo a grupos de chicos jugando a la pelota;
ni a algún padre tratando de enseñarle
a su hijo a patearla
(a ver si tal vez
lo salva de la vida de porquería que lleva).
Ahora los regalos perfectos son las computadoras
y los celulares.
Para mantenerte comunicado con el mundo.
“Te acercamos al mundo”.
En realidad no sé si los tienen sin cuidado las sutilezas
o si creen que todos somos tan estúpidos...
... seriamente.
A unos pocos metros de mí,
hay un hombre gordo,
muy gordo.
Apenas puede soportar el calor.
Está sentado en el extremo izquierdo de un banco.
Mira para todos lados y le arroja una sonrisa a alguien
cada vez que puede.
Mira con ansiedad, aunque un tiempo después
uno comprende que en realidad es desesperación.
Las personas siguen pasando pero él no se da por vencido.
No hay nada más triste, o al menos muy pocas cosas,
que un hombre que no sabe qué hacer con su propia soledad.
La mujer que estaba sentada a su lado,
en el extremo derecho del banco,
ya se cansó de él.
Sintió su desesperación, su inmensa soledad.
No quería tanta atención de su parte.
Simplemente le dio la espalda y le dejó de hablar.
De repente, el hombre se pone de pie
y comienza a caminar hacía mí.
No lo pierdo de vista. Tiene los ojos tristes,
aguados, y una expresión de pesadumbre
en las líneas que cercan sus labios y mejillas.
Sin embargo, intenta sonreír todavía,
aunque le cuesta demasiado.
Se va acercando hacía mí lentamente.
Se me ocurre preguntarle la hora.
Su rostro se transforma, se embriaga de felicidad.
Ya no parece la misma persona
que era apenas un par de pasos atrás.
– Cinco menos cuarto, caballero.
“Gracias”, le digo yo y le devuelvo una enorme sonrisa.
Mientras se aleja,
se mete las manos en los bolsillos
y comienza a silbar alguna canción.
Yo ya sabía la hora pero me sentí bien al oírlo.
Él se sintió feliz de decírmelo.
Porque, en definitiva, todos...
... lo único que desean, en algún momento de su vida...
... es que le devuelvan la sonrisa.
Y las tragedias empiezan cuando nadie lo hace.
me encantó. el final me hizo llorar, cuando el chico decide preguntarle la hora.
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