Empezás a preguntarte dónde se metió toda la gente que dice quererte en un momento tan nauseabundo y sublime como éste. Por qué nadie te llama. Si. Están haciendo sus vidas. Están todos trabajando, o durmiendo, o cojiendo, felices, o no. Con sus propios quilombos. Y vos no podés ni enfocar la vista. Podés ser tan egoísta como para no entenderlo, pero tu soledad y tu desesperación lo tienen que aceptar de todas formas. Intentás hacer toda clase de gestos y muecas, te retorcés, intentás arrodillarte para rezar, puteás. Y todavía tu corazón parece un chicle viejo, y tus pulmones tienen el tamaño de una nuez, y todo tu cuerpo quiere nada más cagarse encima para terminar por fin con todo esto.
Empezás a llorar, entonces. Sabés por qué, quizás, pero no querés razonarlo. Y tampoco podés evadir de tu cabeza que tenés la pija tan dura y roja y caliente como una enorme brasa de carbón. Y te ponés a pensar en las mujeres que pasaron a través tuyo. En todas. O casi todas. Pobres. Pensás algunos detalles. Alguna mueca, los ojos, las bocas, la forma de moverse, la forma de tocarte. Sus cuerpos, los olores. Si te gustaba chuparles la concha. Si lo único que querías era romperles el culo. Si te gustaba cómo te tocaban. Y eso no ayuda para nada. Y te das cuenta que ya ninguna se acuerda de vos. Y, ¡mierda!, siempre es una forrada comprender eso. Es peor que el abismo que te espera. Ninguna de ellas se molesta en preguntarse si todavía seguís vivo. O si estás muriéndote solo y desnudo en el sillón de tu casa. Es difícil imaginar eso, para ser justos. No tienen por qué hacerlo de todas formas. Las que estaban perdidamente enamoradas de vos, seguramente, ya encontraron a alguien mejor. Y las que no pudieron comprender lo perdido que estabas en ellas, fue porque estaban buscando a alguien mejor. Y tus hermanas, o tu vieja. Y las putas. Y las minas que te pasaste por la pija como si estuvieras marcando la tarjeta del trabajo. Y a las que no se les movió un pelo de la concha mientras te las cojías. Y tu alma ya no te quiere ni mirar. Y eso no puede ser bueno.
Y qué hiciste vos para merecer algo de lo que te dieron o de lo que no quisieron darte. No mucho, probablemente. Y, de repente, cerrás los ojos. Todo es blanco. Y desde ese mismo infinito luminoso y cegador, empezás a merodear el contorno del cuerpo de alguna de esas que hasta el día de hoy no pudiste olvidar. O, que cada tanto, volvés a recordar, obsesivo. Empezás a llenar los espacios con lo que te acordás de ella. La vestís. Le arrancás la ropa después. Esa que te volvió loco y te hizo caminar dormido y soñar con cosas que ya ni sabías si habían sucedido o no. Esa por la que diste hasta lo que no había de vos y te hizo sentir como un nene estúpido e impotente. ¡Que se joda! Le deseás lo peor. Aunque sabés que no. Querés llamarla. Decirle que te estás muriendo, que nunca la dejaste de querer y que todo esto es su culpa. Desde un principio lo fue. Y, en realidad, sabés que ninguna de esas cosas es verdad. Ninguna. Y ahora te dan ganas de tirarte encima de esa caja de puchos. Y no podés moverte. Y si tuvieras cerca una licuadora, meterías la pija ahí adentro y la prenderías para que todo esto termine.
Sí. Fue una noche jodida. Empezaste a fumar desde que te levantaste. Como siempre. No almorzaste. Pero para esa hora ya venías tomando hace rato. Vienen las fiestas y siempre todo es tan deprimente. La gente, las calles, los negocios. Llamaste a algunos amigos. Seguiste tomando. Tragaste tu dosis de clonazepán diaria. Seguiste tomando. Cuando llegaron tus amigos todo ya era manchas y ruido. Pero ellos ya se acostumbraron a eso. Y vos también. Estabas aturdido, pero te sentías bien todavía. Hicieron un par de líneas hasta que te quedaste limando solo. Vomitaste, te lavaste los dientes, y salieron. A algún lugar. Cualquiera. Daba lo mismo para vos. Bailaste un poco, hablaste poco, tiraste algunos besos, hasta que pudiste llevarte alguna mina al baño y le comiste la concha arriba de un inodoro sucio. Te la chupó. Ni te diste cuenta. Y después no sabías ni cómo ponerte el forro. Te tiró algunos muchos insultos mientras vos la mirabas sin entender nada y se fue. La puerta del baño te golpeó la cara y quedaste casi desmayado. Arrodillado en el inodoro, con los pantalones bajos y la pija ardiéndote, en el baño de mujeres. No te quedaba otra que hacerte una paja ahí mismo. Y todo hubiera salido perfectamente bien si no fuera porque dos gordos de seguridad te agarraron de los pelos, te tiraron al piso, te pegaron varias patadas en los huevos, te subieron los pantalones y te tiraron a la calle. Tus amigos seguían adentro. Los dejaste ahí y ellos te dejaron a vos. Volviste a tu casa de alguna forma y te desarmaste sobre la cama. Pero no hay caso, esta vez. No. No podías dormir.
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