miércoles, 8 de diciembre de 2010

Para Bella, con amor y sordidez * 1


* Tomé prestado el título de un cuento de J.D. Salinger. En un principio, pensaba hacer una especie de párrafo introductivo al relato, como suele hacer también este escritor. En todo caso, me pareció que cualquier cosa que intentara explicar sería insuficiente. Por eso, solamente me pareció adecuado parafrasear el título de este cuento suyo, y dejo que las interpretaciones corran por cuenta del lector, inclusive de la persona a quien está dedicado este relato.

Estás herido, hundido, en el sillón. No estás sentado, ni recostado. Simplemente abatido. Sentís cómo, de entre los pliegues por donde te estás escurriendo lentamente, se abre paso un agujero negro que con calma empieza a devorarte. Apenas podés respirar. El corazón se queja y te estrangula el pecho. Te quema la garganta. No podés moverte. Estás entumecido de los pies a la cabeza. Tu alma se está cagando de risa de vos, mientras hace unos ademanes con las manos que no lográs descifrar, a un millón de años luz desde algún lugar del infinito.  
No podés sentir nada. Solamente un feroz y violento ardor en el pecho. No pasa nada. Estás a punto de dormir una larga, larga siesta, pensás. Estás completamente tieso, hasta en la pija. Justo ahora. Y bueno, dicen que el sexo y el miedo a la muerte son las dos pulsiones primarias de la vida. Y están en lo correcto, decís. ¿Nunca les pasó? 
Fue una noche jodida. No pudiste dormir. Seguiste tomando, entonces. Lo que sea que encontraras. Cerveza, nafta, vino, ron, ginebra, veneno para ratas. Daba lo mismo. Vomitaste un par de veces, esperaste que las manos te dejaran de temblar y volviste a aferrarte a alguna botella, mientras prendías un cigarrillo o un porro. Lo que fuera. Eso era lo de menos. Simplemente querías olvidarte que no podías pegar un ojo. Y es increíble todo de lo que uno es capaz, para bien o para mal, cuando el sueño es un capricho histérico que no se quiere dejar seducir. Es un estado verdaderamente trascendental, si uno lo sabe aprovechar.
Y ahora estás arrojado a tu suerte, pudriéndote en el sillón. No podés recordar ni lo que hiciste hace apenas unas horas, unos minutos. Pero sabés muy bien que hay algo que está mal. Algo se rompe. Y sos vos. Querés llamar a tus amigos para saber qué pasó. Si algo tuvo alguna gracia. Tenés el teléfono a un costado, sobre una mesilla, a la izquierda del sillón. No podés ni pensar en discar, la verdad. O inclinarte. Y están todos durmiendo, probablemente. Sos el único imbécil despierto en toda la ciudad. En un estado de trance, mientras tu alma se sigue cagando de risa. Y cuando empezás a pensar en cojerte a una caja de cigarrillos vacía, o tirarte desnudo, así como estás, desde el balcón hacia la nada misma, ya cruzaste una línea de la que no se puede volver.
Entonces… pensás en hacerte una paja. Pero, en realidad, no podés pensar absolutamente en nada. Sólo podés imaginarte tus pulmones completamente negros, tu hígado seco y contraído. Y tu corazón simplemente quiere reventar de una buena vez. Sólo podés sentir tu propia rigidez y excitación. Y no podés hacer nada para sosegarte.
En serio. ¿Nunca les pasó?
Algún día que tomaron la pastilla equivocada, o las tomaron todas, o se pasaron de tragos, una noche, y otra noche y otra noche… 
… La gente te empieza a mirar asustada, realmente asustada. Y vos pensás que estás flotando cuando en realidad apenas estás gateando. Y ya ni te das cuenta cómo te mira la gente. Ya no hay caras, ni luces, ni paredes, ni sillas. Es todo un montón de manchas negras y rojas. ¿Nunca tomaron merca hasta sentir que eran una especie de semidiós con la simple misión de hacer cagar a todo el mundo? ¿Nunca fumaron marihuana hasta sentir que los huesos del cuerpo se desintegraron y los músculos son planchas de hierro? ¿O prendieron más cigarrillos que las veces que abrieron la boca para respirar?
Y bueno, la verdad es que estás arrinconado, hermano, acovachado, en el sillón. Y ya no podés engañarte ni a vos mismo. Es una instancia reveladora. Estás temblando de frío y son las once de la mañana de un día despejado de diciembre. Querés pensar en otra cosa. No se te ocurre nada. Y tu alma, esa puta socarrona, ahora está en silencio. Un silencio que te atraviesa la sien. Está esperando el momento justo para dispararte algunas horribles verdades que inconscientemente siempre supiste.

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